De todo este conflicto podemos extraer dos conclusiones principales. Aunque opositores a la manera de actuar de los anarquistas, nadie puede negar la efectividad de sus acciones. ¿Acaso alguien pone en entredicho que si el pueblo no se hubiera rebelado violentamente contra el gobierno la construcción del bulevar habría cesado? Por supuesto que no. Parece ser que la única solución ante las desigualdades del día a día es echarse a la calle y causar terror, amén de esquivar las fuertes embestidas de los mastodontes policías. Solamente hace falta echar la vista atrás en la Historia. Los grandes cambios en el devenir histórico han estado asociados a las revoluciones populares violentas. ¿Revolución Francesa? Luis XIV guillotinado. ¿Revolución rusa? Toda la familia del zar fusilada. Es triste darse cuenta de cómo, al contrario de lo que la sociedad nos ha tratado de enseñar, la violencia es la única respuesta a cualquier desorden político.
Sin embargo, como animales cívicos que somos, no debemos someter la razón a la fuerza, sino que debemos buscar una alternativa viable y beneficiosa para todos. Y esa es la segunda conclusión de todo este embrollo: la imperante necesidad de un príncipe maquiavélico que acabe de una vez por todas con este desastre, que paralice la anarquía que estamos sufriendo, que busque el bien común y no el suyo propio.
Maquiavelo, filósofo renacentista, ya dejó constancia del gobierno que proponía en su obra magna, El Príncipe. Alejándose del pensamiento utópico de autores como Tomás Moro, inauguró la ciencia política y rastreó el pasado en busca de una forma de gobierno justa. Entre todas las posibilidades reales, se decantó por la república romana, sistema mixto entre democracia y aristocracia. No obstante, este italiano afirmó que hasta la mejor república se ve sometida a la ley de decadencia histórica, que provoca que todos los gobiernos terminen corrompiéndose. Por tanto, cuando se desemboque en una completa anarquía, la única salida es la instauración de una monarquía o principado que concentre todo el poder, con el fin de recuperar el orden social. ¿Significa esto que lo que necesitamos ahora mismo es una férrea dictadura o, quizás, un gobernante despótico? Claro que no. Maquiavelo dota a la figura del príncipe de dos características imprescindibles e indivisibles: la virtud y la prudencia.
En resumen, el gobernante ideal debe hacer que su interés coincida con el Estado y debe estar dispuesto a todo, incluso a actuar con maldad y a dañar a unos pocos con el fin de proporcionar seguridad a la mayoría. Su objetivo, al fin y al cabo, se reduce -tanto en el siglo XVI como en el XXI- a salvaguardar el bien común, derrocar a los ignorantes y parar esta incontenible anarquía.
En conclusión, necesitamos con urgencia un príncipe maquiavélico que desplace a este inútil gobierno, que dé existencia y vida a una ausente oposición y que sea un componente más de la lucha por la igualdad protagonizada por la gente de a pie. La lástima es que todavía no llega. Ojalá algún día el príncipe idóneo haga acto de presencia y acabe con esta democracia corrompida o, como algunos preferimos llamarla, la idiotacracia: el poder en manos de los incompetentes.