Pero con ella era diferente. Todas las tardes, colocaba la palma de mi mano sobre su delicada espalda, mientras sostenía sus dedos y, por arte magia, comenzábamos a bailar, natural y espontáneamente. El único detalle incómodo es que parecía que ella quería guardar la compostura porque su cuerpo se situaba a unos centímetros de distancia del mío, nunca llegaba a rozarlo. Pero no me importaba porque en cierta parte era una ventaja: podía bailar sin opresión de ningún tipo.
Era una rutina, nunca parábamos de dar vueltas. Fue una relación bastante especial, una de las más maravillosas de mi vida. Cada vez, ella depositaba más confianza en mí: me agarraba más fuerte y se acercaba más a mi cuerpo, a mi corazón, que palpitaba a un ritmo desenfrenado, nada que ver con el son de esa canción.
Un día, llegué a sentir bastante opresión. Tan pegada a mi cuerpo y con tanta agresividad me agarraba la cintura que yo no podía concentrarme en los pasos. Me faltaba la respiración. Decidí tropezar. Me caí y toda la magia de aquel baile desapareció. Ella se marchó, indignada, y no volví a tener noticias de su existencia. Desde ese día, para mí, bailar pegados no es bailar y es que, desde un principio sabía que lo que me gustaba era el aerobic o el country.