Dos años de reinvención

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domingo, 2 de marzo de 2014

Chejoviana vida

Todas las tardes los seres humanos se asoman a su ventana particular. Fuera ven cómo diluvia y cómo ráfagas de aire arrancan las flores marchitas y las frágiles hojas de los árboles caducos. Mientras, dentro, los sujetos intentan concentrarse en sus monótonas y rutinarias vidas. Escriben un cuento sin argumento o, más bien, una historia cíclica que está condenada a repetirse. Como concienzudos escritores, reelaboran su obra con el fin de dar con la esencia justa de lo que se pretende contar. No obstante, esta ansía costumbrista de perfección provoca una cotidianidad exasperante y persigue un fin que jamás alcanzará, pues por mucho que lo intenta no logra avanzar en su argumento. 

Una obra de Chejov, al fin y al cabo, es nuestra vida. Vida tediosa, insustancial y, aun así, sórdida; existencia que pretendemos aprovechar, pero que, paradójicamente, anclamos junto a nuestro balcón desde donde contemplar nuestro infortunado transitar. Porque en El tío Vania, La gaviota o El jardín de los cerezos, no ocurre nada fuera de lo normal. Porque en estas piezas teatrales todo es cotidiano, como nuestro insulso día a día. Y mientras pasan tardes y tardes de contemplación, el tiempo apremia, la juventud se despide y la muerte acecha. Sin embargo, en apariencia todo sigue igual. Todo sigue igual hasta que, repentinamente, Chejov, el guía inmortal de nuestro devenir humano, introduce en el desarrollo un acontecimiento inesperado. Y cuando algo cambia de un día para otro, por mucho que la ventana ahí permanezca y a pesar de que la monotonía siga dirigiendo nuestra vida, nada -nada de lo que antes fue- volverá a ser similar.

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