Nuestro progenitor, el hombre primitivo, fue el pionero en dar una trascendencia vital a la música. Para él, los sonidos eran frutos de la vida, mientras que la quietud y la ausencia de estos se relacionaban con la muerte. Tal vez este misticismo explica el porqué los seres prehistóricos iniciaron la tradición del canto y la danza, símbolos e hijos predilectos de la existencia sobre este mundo.
Además, nuestros antepasados también comenzaron la fabricación de instrumentos rudimentarios. Igual que confeccionaban flechas para cazar, también emplearon sus dotes ingenieras para crear unos primarios raspadores valiéndose de las piedras o flautas talladas en huesos de animales.
Quizás tendamos a pensar que estos descubrimientos no tienen más importancia que la innovación que significó en su tiempo. No obstante, al igual que se plantearon la primera cuestión filosófica de la Historia acerca de la muerte y la posibilidad de otra vida en el más allá, los primitivos también fueron los instigadores de nuestra insaciable sed de música. La música, al fin y al cabo, encierra en nosotros un gran misterio. Desde tiempos inmemoriales, nos ha servido de guía en la vida, nos ha acompañado en instantes felices y nos ha llorado nuestras mayores desgracias. ¿Acaso las suites de Bach o las óperas de Verdi habrían sido compuestas si no hubiera sido por la labor inicial de los paleolíticos?
Cuando nacemos y somos arrebatados del seno materno, lo primero que escuchamos es música: la atenta voz del doctor, el dulce acento de una madre. Incluso durante el embarazo, en el útero, ya nos desarrollamos con una música de fondo. Poco después de haber sido dados a luz, descubrimos nuestras manos y aprendemos instintivamente a dar palmadas, convirtiéndonos así en unos profesionales músicos y, más tarde, a lo largo de nuestra adolescencia, la música se transforma en nuestro refugio, donde dejar fluir nuestras sensaciones y pensamientos desordenados.
En definitiva, la música se engendró a la par que nosotros y debería permanecer a nuestro lado toda la vida. Sin embargo, al llegar a la edad adulta, muchos seres olvidan el poder sobrenatural de este arte y, de esta manera, dejan de escuchar y disfrutar la música y, al fin y al cabo, de sentir. ¿De veras algo que flota en el viento, que acompaña cada una de nuestras palabras y que es un órgano más de nosotros mismos puede ser prescindible en una existencia que tiende a la autorrealización y la obtención de la ansiada felicidad?
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