Desolación y muerte: estos dos eternos vocablos palpitan tras los versos barrocos de Góngora. No existen para él, amo de la poesía decadente, esperanza ni ambrosía. Tal vez la culpa fue mía por pensar siquiera que podría llegar a ser el Dios inmortal. Quizás fui demasiado iluso al creer que esta modesta reflexión –mi yo, al fin y al cabo– podría en el tiempo perdurar.
“Tiempo devorador, desafila las garras del león”
Artista, ojalá fuera artista. La creación humana, como ven, es lo único que perdura. Ni bombardeos, ni censura, ni milenios podrán hacer desaparecer los romances lorquianos de las calles de la asombrosa Granada. Tampoco acallará el paso del tiempo el Claro de luna de Beethoven, que ante nuestros sentidos todas las noches se dibuja. Ni siquiera el Guernica dejará de denunciar las masacres de la injusta guerra.
Pienso durante un instante en el Museo del Prado. Ante mí se perfila un Goya. No se me viene a la mente ni el rostro del pintor ni su biografía. Al fin y al cabo no se tratan más que de datos anecdóticos, sin importancia alguna. Lo que sí nace ante mí es la Belleza. Se materializa –benditos sean mis ojos– el alma del artista en forma de hombre inocente, enfrentado a una retahíla de soldados armados sin rostro y en torno a una multitud aterrada. Ese es el verdadero Goya, eso es el puro arte: esa es la auténtica inmortalidad.
¿No es, acaso, el arte solamente un desafío? Aquellos escritores, si dejaran de ser el polvo que auguraron que serían, se sorprenderían de que, a pesar de sus pésimos presagios, han logrado vencer a la muerte. La han vencido no con sangre, sino con versos, método, en ocasiones, mucho más eficaz e hiriente. Porque el arte –repito– no es nada más que un reto, una provocación para el más allá y una ruptura de las estrictas condiciones del mundo sensible. Y es que, a pesar de que ellos, artistas, se vieron obligados a bajar al Tártaro, las Moiras jamás pudieron cortar del todo su hilo.
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