Dos años de reinvención

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miércoles, 14 de agosto de 2013

Dichoso aquel que...

¿Campo o ciudad? Hace unos siglos nadie se cuestionaba esto ya que eran muchas las personas que podían disfrutar de la naturaleza. Sin embargo, de la mano de la Revolución Industrial, muchos campesinos se vieron obligados a emigrar a la ciudad. Las nuevas urbes, que eran sinónimo de desarrollo y prosperidad, trajeron consigo numerosas facilidades, pero a su vez una profunda melancolía por el ambiente rural. Esos atardeceres en los que reinaba el completo silencio de aquella brisa leve y placentera causaba una inexplicable añoranza por la perfecta y sencilla vida que todos ellos dejaron atrás.

Es innegable que la ciudad es, actualmente, el lugar ideal para vivir. Los servicios sanitarios, educativos y recreativos son más abundantes que en zonas rurales, y su calidad también es mayor. Además, componen el centro de la actividad económica, donde reside todo el empleo, el cual se concentra en el sector terciario.

No obstante, ¿por qué literatos como Lorca defienden el ambiente que proporciona el campo? El poeta se horrorizó al pisar Nueva York, una ciudad ajetreada e insensible que no guardaba ninguna relación con su cálida Granada natal. Tal vez sea por eso por lo que, hoy en día, la mayoría de las personas habitan en las ciudades por obligación y no por libre elección, tal como dicta el ambiente globalizado característico de nuestro mundo actual.

Por esta razón, para expresar su decantación por el ambiente rural, muchos autores han empleado el tópico beatus ille, creado por Horacio, que exalta las cualidades de la naturaleza. En las églogas este sentimiento de nostalgia es muy evidente. Salicio y Nemoroso, personajes creados por el renacentista Garcilaso, entonan la más sincera oda a la vida al campo, su verdadero locus amoenus.

En conclusión, desde el latino Horacio, poetas hispanos de la talla de Garcilaso de la Vega y Fray Luis de León han defendido la vida en el campo que, para ellos, componen una fuente de pureza, felicidad e inspiración. Al fin y al cabo, la ciudad, según Miguel Hernández, lo deteriora todo: << eléctrica la luz, la voz, el viento; y eléctrica la vida >>.


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