Dos años de reinvención

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miércoles, 18 de septiembre de 2013

El diablo que habita en sus ojos. Entrega 5


"En nombre de Dios Todopoderoso, repudias a Satanás y a todos sus malos espíritus [...]"

Bajo la atenta mirada del sumo pontífice, el cuerpo pegó un vuelco totalmente involuntario. El religioso permanecía de pie, con una actitud nerviosa e insegura, mientras recitaba más de sus sagradas oraciones. Sostenía una cruz de madera, símbolo del cristianismo, colocada encima de su propio pecho.

Yo ya había poseído en otra ocasión el cuerpo de otro joven, no perdiendo así la costumbre de predicar mis mandamientos -aquellos que se pueden reducir a la regla "harás el mal"-. Invadido por mi esencia, su alma no era motor de su cuerpo, pues sentía impulsos malignos tal y como el eclesiástico citó.

Me resulta una situación verdaderamente cómica estos rituales tan plasmados en obras cinematográficas recientes. Todo parece tan sencillo como que un alto cargo de la Iglesia rocíe sobre el endemoniado un agua contaminada por la gracia de Dios y repita unas vanas palabras. En aquella ocasión, burlesco, decidí montar un espectáculo para justificar mi teoría.

Sin poder dominar el torso invadido por el Mal del muchacho, se aproximó a su corazón ese símbolo bíblico tan característico. Respondiendo al inhumano poder que posee la cruz sobre el diablo, proyecté un grito sordo a través de las cuerdas vocales del sujeto que en aquellos momentos se retorcía sobre el suelo.

A continuación, el pontífice recitó otro conjunto de oraciones al mismo tiempo que esparcía unas gotas de agua bendita sobre el tronco y la cara del chico. El chillido fue estridente y continuo. Le ardía su demoniaca piel, lo sagrado se introducía en sus venas mezclándose con su sangre.

Triunfante, el devoto dio la buena noticia a la familia del recién exorcitado. La bondad de Jesucristo había prevalecido sobre el maligno Belcebú. Tan satisfactorio resultó aquel proceso de sanación que, cuando el joven salió de aquella habitación lo hizo con una media sonrisa, dejándola vacía de cualquier espíritu. Únicamente quedó una sala repleta de imágenes de santos e iconos cristianos, y un pontífice derrumbado sobre el suelo, bañado en el charco de su propia agraciada sangre borgoña.

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