En esta etapa, Goya mostró sus obras a un público más general gracias a sus precios asequibles y a través de la técnica del grabado. Las llamó caprichos y, aunque no sean sus pinturas más bellas, poseen una poderosa carga crítica hacia la sociedad de su momento. Su capricho El sueño de la razón produce monstruos simboliza un mundo onírico repleto de murciélagos, búhos y demás tenebrosos seres que atacan al personaje principal que duerme sobre su escritorio. Una de sus tantas interpretaciones es que, cuando los hombres no oyen a la razón, todo se vuelve un mundo de visiones y pesadillas.
También quiso retratar las miserias a las que está ligada la guerra. La crueldad y la muerte, desde el punto de vista del agresor y de la victima, fue plasmado en cuadros tan conocidos como Los fusilamientos del 3 de mayo. Los personajes principales son los soldados sin rostro -que son claramente el colectivo de los injustos- que imponen el terror al encañonar al otro gran grupo de protagonistas de la obra, es decir, los patriotas que se habían defendido de los mamelucos. Los últimos exteriorizan su temor por medio de su rostro desencajado, implorando perdón, luchando contra la muerte, o ya rendidos sobre un suelo bañado en sangre. Por último, la inocencia es representada por el hombre situado en el centro del cuadro que viste una camiseta blanca libre de pecado.
Los disparates fueron otras de las tantas joyas presentes en su pintura negra. Obras tan populares como El aquelarre o Una casa de locos. Este último cuadro es un reflejo emocional de sí mismo. La sordera lo apartó del mundo exterior y lo internó en una habitación con cuatro paredes donde la cordura cada día iba desapareciendo.
No obstante, el llanto más desconsolado por su proximidad a la muerte puede verse en sus últimas obras, entre las que cabe destacar el mítico Saturno devorando a su hijo. Con un trazo difuminado, siluetas y expresiones de terror y una dosis de tenebrosidad, Goya narra el instante en el que el dios Saturno o Cronos engulle a uno de sus hijos. Esto no es nada más que un símbolo de cómo se siente al ser devorado por el tiempo, al reducir su totalidad a cenizas.
Aunque no todo fue penar. Es asombroso el giro inesperado que introduce en su última obra antes de su fallecimiento. Retorna a esos colores cálidos, azules, y a esa pincelada fina, que componen un recuerdo de su juventud querida. Tal vez al final de su efímera existencia cayera en la cuenta de que no vale la pena desperdiciar la vida pensando en que el sueño más profundo llegará pronto.
Sin duda, es un alivio comprobar cómo, tras una etapa caracterizada por la tonalidad oscura, la locura, y lo monstruoso, Francisco de Goya volviera a renacer con La lechera de Burdeos. Quizás la muerte no sea nada más que eso, un renacimiento. Una nueva vida que continúa vigente hasta hoy en día, a través de sus obras, tan universales y eternas.
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