Dos años de reinvención

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lunes, 12 de agosto de 2013

El diablo que habita en sus ojos: Entrega 2


Sus ojos desorbitados se posaban sobre la atenta y aterrorizada mirada de la joven. Él sostenía aquel revólver más que dispuesto a apretar el gatillo a menos que obtuviera respuesta de la paralizada chica.

- Lo repetiré, esta vez de mejor humor... ¿Con quién me engañas, cariño? - interrogó el hombre con lágrimas en los ojos y aparentemente calmado.

La mujer comenzó irremediablemente a temblar, augurando lo peor. Mas selló sus labios, a sabiendas de lo que esa decisión le acarrearía. Ella no tenía que añadir nada, ni siquiera que disculparse. No había hecho nada malo bajo su criterio y no declararía ante la presión de sus amenazas.

- ¡Dime con quién me engañas, joder! - gritó, rojo de ira - ¡Eres una meretriz, como todas! ¡Tan solo sois la mayor equivocación del hombre! Pero yo, ignorante, no me voy a equivocar más.

Intentando tranquilizarse para afinar su puntería, aproximó el cañón a la cabeza de su pareja. Estaba dispuesto a llevar a cabo su venganza. Sin embargo, en su interior, dos posiciones contrapuestas se batían en un duelo. Indecisión. Lo que podía hacer o no a continuación, le causaba una profunda indecisión.

Me acerqué a su oído sigilosamente. Quería pasar desapercibido, aunque no sería asunto difícil, pues para los humanos soy tan solo una esencia, una ráfaga de aire tan helada que causo a todos escalofríos. Le susurré al insensato y dubitativo muchacho una serie de instrucciones que debía seguir con cautela. Lo primero sería empuñar el arma decidido y dirigirle una mirada de superioridad y valentía. Lo siguiente sería apretar levemente el gatillo para que la bala saliera despedida, cortara el aire e incluso atravesara el alma de aquella belleza.

Totalmente convencido, iba a seguir mis pasos cuando, de pronto, algo aturdió aún más su ya atolondrada mente. Ahí estaba yo, aproximándome de nuevo a su oreja para proporcionarle otro consejo, otra salida. Me sorprendí a mí mismo mientras le recomendaba dejar libre a la chica, que se marchara y que se alejara de ella para siempre y, de dicha forma, no causarle más problemas. ¿Cómo podía yo aconsejar semejante barbarie? Yo, el diablo, el mal personificado. Aquella segunda decisión parecía piadosa, bondadosa, ¿por qué pronunciaba aquellas palabras? ¿Acaso esta causaría algún daño irreparable a alguno de ellos? A primera vista se vislumbraba como lo correcto aunque, ¿de veras lo era?

En aquel instante, maldije mis cuernos infernales y mis alas celestiales. Dos situaciones contrapuestas y ni siquiera podía decidirme por la que más me agradaría. Dos opciones y una ardua decisión. De repente, más vagas palabras se acumularon en mi boca. Muchas más alternativas al plan inicial, cada cuál más difícil de catalogar entre lo bueno y lo malo. Paulatinamente, el aturdimiento fue más notable ¿Qué haría un ángel? ¿Qué haría un diablo? ¿Qué haría yo?

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