Había llevado una vida inquieta y demasiado activa. Dueña y gerente de un bar, trabajaba día y noche, de sol a sol, lectivos y festivos. No obstante, ahora, postrada en un sillón, la única preocupación que tenía era que su televisión no se estropeara para ver las telenovelas y programas del corazón. Jubilada y sin ilusión por nada, quizás sólo por sus nietos, esperaba sentada a la muerte. Sin embargo, yo ni nadie quería que la muerte acudiera a ella.
Siempre se había comportado de una manera muy pesimista, pero últimamente echaba mano muy a menudo del recurso de la muerte. "¿Para que me voy a comprar un colchón nuevo si me voy a morir?", "lo único que queréis es que me muera", "me duele la espalda, ya queda poco para mi muerte". Pobre ilusa, le pierden sus propias palabras. Ojalá la muerte fuera tan rápida e indolora como transportar un cuerpo al ataúd. El destino le tenía que escarmentar. Lo peor es que el escarmiento sería dirigido, sobre todo, a su familia, a sus más allegados.
Ella creía que la muerte era el camino más fácil, pero no contaba con que podía ser el proceso más lento y doloroso posible para mí. Si supiera cuánto iba a sufrir en silencio, nunca hubiera pronunciado aquellas vanas palabras. Ella... tiene una enfermedad. Una enfermedad terrible. Sin embargo, no utilizaré ese término ni el nombre de la enfermedad que, al fin y al cabo, es sólo un vocablo que no nos dice nada.
Sólo diré que tengo miedo. Miedo yo y todos los que sufren los síntomas de esta enfermedad, que no son ni doctores ni pacientes, sino sus alrededores. Los sufro yo. El rechazo y el olvido, entre otros. La tristeza y la impotencia, por poner más ejemplos. Pero no hay síntomas ni efectos secundarios que nos hagan referencia a los verdaderos enfermos que, día a día, lloramos en silencio al pensar que el recuerdo, en un futuro no muy lejano, ni siquiera se acordará de nosotros.
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