Inconscientemente, todos sabemos que cuando conocemos a alguien en algún momento de nuestra vida le tendremos que decir adiós. A veces, esa despedida puede tardar años mientras que otras veces, semanas. He ahí el instante en el cual los sentimientos que sientes hacia esas personas te embriagan y cuando, inexplicablemente, una lágrima pura y cristalina recorre tu mejilla, a veces metafórica y en muchas ocasiones literal.
Un adiós que dices que será un "hasta pronto", aunque te permites dudarlo porque ni tú ni el destino todavía lo tiene seguro. No sabes si aquel saludo que ya se avista lejano se volverá a renovar o esta relación ha llegado finalmente a su fecha de caducidad.
Sufres echando de menos. De menos como dicho, ya que a veces, echamos de más. Y ahí comprendes que no importa el tiempo que conozcas a esa persona, sino lo que te ha podido demostrar durante ese periodo.
No obstante, en algún resquicio de nuestro aturullado cerebro, albergamos una ínfima esperanza que renace cuando surge una oportunidad de verlos. Oportunidades, en ocasiones, despreciadas, otras veces perdidas o imposibles. Esto trae desilusiones y empequeñece esa esperanza que ya casi no queda. Pero cuando creemos que va a desaparecer es cuando culmina, llegando a la cúspide: una oportunidad real, deseada y cumplida. Un reencuentro.
¡Qué bonitos reencuentros y qué odiadas redespedidas! Cuando los ves todo es perfecto, cuando te vas, vuelve a ser imperfecto. Esto es nada más que un ciclo que nos pone a prueba y que nos mantiene en vilo contando cuántos reencuentros habrá; deseando con infinitas ganas que éste se renueve, sin desgastarse. Es difícil saber si lo nuestro durará más años pero, ahora mismo, eso no me preocupa. No pensaré en un futuro incierto. Al menos, esta vez diré, de nuevo, "hasta pronto".
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