Por lo tanto, hay que abandonar esa mentalidad. Debemos subirnos a un avión y planear. Sino podemos saltar el obstáculo, vamos a sobrevolarlo. Cualquiera que haya volado en un avión, sabrá cómo se siente uno al despegar. Las ruedas de este medio de transporte se separan del suelo y, levemente, se inclina. Poco a poco, tu visión se vuelve más perpendicular y es ahí cuando te das cuenta que ya no tienes los pies sobre la tierra, sino sobre el cielo. Un cielo repleto de tonos azulados, sueños, esperanzas y algodonosas nubes blancas.
Imitemos a un avión y, cuando los problemas nos aturdan, sean complicados o simplemente asuntos sin importancia, volemos. Volemos tan alto que los obstáculos se disipen diminutos, tan minúsculos como las personas que, a estas alturas, parecen hormigas.
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