Filosofía, religión o ciencia. Tiene usted unos segundos para elegir una de estas tres opciones. ¿Por qué existe tanta rivalidad? Cada una de ellas es necesaria, no existiría la una sin la otra. ¿Acaso cabe imaginar un mundo solamente compuesto de números que no puedan alcanzar la explicación de las entrañas del ser? ¿De veras podemos vivir en un mundo de ideas filosóficas suspendidas en las nubes y las cuales no puedan ser traídas a la tierra en forma de datos demostrables? ¿Es demasiado retorcido afirmar que no necesitamos ni la fe ni las creencias?
Filosofía y ciencia antes se encontraban fundidas en una sola disciplina. Tras la separación del mito y el logos, en la Antigua Grecia podíamos encontrar filósofos con conocimientos científicos de la talla de Aristóteles (su Metafísica es un claro ejemplo de obra científica). Para Aristóteles, existía una sinonimia entre la Filosofía y la Ciencia, puesto que cada una explicaba aspectos de la realidad que a la otra se le escapaban. Es allá, en el Renacimiento, cuando ambas se separan y comienza una eterna rivalidad que perdura hasta nuestros días.
La Filosofía tiene fama de estar compuesta por teorías sin fundamentos, basadas en los diferentes puntos de vista de cada autor o ser pensante, y que no aporta conocimientos concretos ni tangibles. No obstante, nos creemos todo lo que la Ciencia proclame. Observar como en una crema solar viene inscrito "científicamente testado" nos proporciona una absoluta confianza. Si científicos han comprobado que esto es bueno para mi piel, tiene que ser completamente cierto. Es ahora cuando se abre un debate, ¿hasta qué punto es fiable la labor de la Ciencia? Ha curado enfermedades, pero también ha destruido vidas de forma masiva. Y no sólo eso, a pesar de que la Ciencia suele estar respaldada por datos y estadísticas, también se basa en suposiciones. La teoría del Big Bang y los planetesimales es uno de los muchos conjuntos de leyes que han sido impuestos como reales, a pesar de no poseer las suficientes pruebas. De acuerdo, se supone que el tiempo es el resultado del eco de la gran explosión. Insisto: se supone. Actualmente no se aportan datos tangibles que demuestren que aquello ocurrió según el patrón de unos científicos.
Por otro lado, la Teología y la Filosofía también mantienen una disputa. Un conflicto para responder al verdadero sentido de la vida. Una absurdez de proporciones inmensas. ¿Qué es la Filosofía sino un conjunto de creencias? ¿Qué es la Teología sino una ramificación de las teorías filosóficas? Mientras una se dedica a orientar la vida hacia un Dios (incluso a demostrar su existencia, tal como intentó Tomas de Aquino), la otra reflexiona acerca del tiempo, la muerte y el objetivo vital desde una perspectiva laica. No obstante, esta es otra lucha sin sentido, puesto que se muestran dos realidades, ambas válidas, entre las cuales los humanos tienen que elegir para encaminar su vida: vivir para un Dios que nos premiará o nos castigará; o vivir para nosotros mismos sin esperar nada del mañana, sirviéndonos de la recompensa de nuestras propias acciones (el hombre recto que denomina Kant).
En conclusión, se nos plantea una cuestión de difícil respuesta. ¿Quién dice la verdad? ¿Filosofía, religión o ciencia? Aunque parezca increíble, todas ellas expresan la verdad. Parece técnicamente imposible, pero muy coherente desde un punto de vista global. Finalmente, cada una tiene su propio concepto de verdad, término complicado de precisar. La Filosofía defiende el veritas latino: es verdadero si la proposición a través del lenguaje del individuo corresponde con la realidad. En cambio, para el Cristianismo, únicamente existe la verdad eterna, la verdad que envuelve a Dios. Y, por último, la Ciencia considera verdad los hechos que sean demostrables mediante la experimentación.
¿Filosofía, religión o ciencia? Tiene usted unos segundos para elegir una de las tres opciones. O quizás, usted prefiera ser más crítico, tolerante y objetivo y decida reconocer, de una vez por todas, que nuestro día a día lo compone lo intangible y reflexivo, lo sacro, y lo demostrable. Filosofía, religión y ciencia, todas indispensables.
"La comprensión de que la vida es absurda no puede ser un fin, sino un comienzo" -Albert Camus
domingo, 28 de abril de 2013
jueves, 25 de abril de 2013
Trastos inútiles
Un trastero, ese lugar inhabitable donde encerramos periódicos viejos, libros que ya no leemos y, básicamente, objetos inservibles u obsoletos a día de hoy. No obstante, no sólo guardamos en estas cuevas posesiones materiales, sino una historia vital detrás. Al fin y al cabo, dotamos de elementos simbólicos a nuestros objetos más cotidianos y apreciados, envolviéndolos de las experiencias de una época que no queremos que se borre de nuestras insulsas vidas. He ahí el caso de los juguetes. Una infancia caracterizada por la diversión, la alegría, el jolgorio y la despreocupación. Sin duda, la edad más reconfortante, sin problemas aparentes. Una porción de nuestro día a día que hemos olvidado.
En ocasiones, nos gustaría bajar al parque a jugar con aquellos desconocidos que, aparentemente, se parecían mucho a nosotros. Ambos teníamos manos y pies, y ese niño no significaba ningún peligro aparente. Con un tímido "hola" nos acercábamos a jugar y, en cuestión de segundos, ya éramos los mejores amigos, a pesar de que quizás al día siguiente ni nunca más nos volviéramos a ver.
Los juguetes se acumulan irremediablemente en las estanterías y, un día, ya adolescente, decides que ya es hora de deshacerte de todos aquellos trastos que hasta entonces te han hecho muy feliz. Observas el cubo de la playa y recuerdas esas vacaciones en Gandía, el dibujo que le hiciste a una niña para que fuera tu novia y los puzzles y el Action-Man con los que pasabas las tardes lluviosas y frías de domingos invernales. Miras fijamente el conjunto de todo lo que ha sido esencial para ti hasta ese preciso instante y, apenado, decides internar todas aquellas memorias en la más tenebrosa de las oscuridades. Como si ya no importase que los muñecos se rompieran, metes a presión todos aquellos juguetes en una caja de cartón que no volverá a ver la luz de la playa, del parque, o simplemente de tu salón.
Pasan los años y decides ir renovando continuamente las posesiones que te identifican. Ese póster del grupo de música que tanto te gustaba y que, a día de hoy, ya ha pasado de moda, llega finalmente al destino de todo: el subsuelo. Libros, CD´s y películas de las que te avergüenzas pero de las cuales no quieres desprenderte.
Sin embargo, llega un día en el que tus padres te comunican la más terrible de las noticias. El trastero no tiene suficiente extensión para tanto juguete y recuerdo y, sin consultarte, deciden regalarlo o donarlo a una ONG. Muestras indiferencia ante la acción que tus progenitores han llevado a cabo, pero decides bajar al trastero a admirar su nuevo aspecto. Es la primera vez que lo haces desde hace años y ves cómo la habitación está completamente vacía. Entonces, con lágrimas en los ojos y un nudo en el estómago, te preguntas por qué no has bajado antes a disfrutar de los juguetes que, antaño, te hicieron inmensamente feliz.
¡Tantas tardes lluviosas y frías de domingos invernales sin nada que hacer y no se me ocurrió volver a jugar como antes hacía! ¿Cuándo perdí la ilusión por divertirme? ¿Por qué ya no he vuelto a jugar con una vida que necesita una buena dosis de despreocupación? ¿Cuándo decidí crecer? No me acuerdo de haber firmado ningún contrato con esa cláusula. ¿Contrato? ¿Cláusula? ¡Ya vuelvo a pensar como un adulto! Como el adulto que soy... ¡Maldita sea! ¿Cuándo me hice mayor y dejé de deleitarme con los pequeños detalles? De acuerdo, ya no soy aquel niño de mejillas sonrosadas, pero nadie me advirtió que eso que todos deseábamos que llegara, la madurez, traicionaría aquello que componía mi sonrisa diaria.
Y ahora, mientras una habitación sin mucho más mobiliario que una silla coja me devuelve la mirada, caigo en la cuenta de que no existe nada que certifique que un día yo jugué allí, que yo estuve allí, que yo fui así. Solamente permanece un recuerdo difuso en mi cabeza que, inevitablemente, se borrará y que, por consiguiente, se llevará consigo la más añorada de mis juventudes.
En ocasiones, nos gustaría bajar al parque a jugar con aquellos desconocidos que, aparentemente, se parecían mucho a nosotros. Ambos teníamos manos y pies, y ese niño no significaba ningún peligro aparente. Con un tímido "hola" nos acercábamos a jugar y, en cuestión de segundos, ya éramos los mejores amigos, a pesar de que quizás al día siguiente ni nunca más nos volviéramos a ver.
Los juguetes se acumulan irremediablemente en las estanterías y, un día, ya adolescente, decides que ya es hora de deshacerte de todos aquellos trastos que hasta entonces te han hecho muy feliz. Observas el cubo de la playa y recuerdas esas vacaciones en Gandía, el dibujo que le hiciste a una niña para que fuera tu novia y los puzzles y el Action-Man con los que pasabas las tardes lluviosas y frías de domingos invernales. Miras fijamente el conjunto de todo lo que ha sido esencial para ti hasta ese preciso instante y, apenado, decides internar todas aquellas memorias en la más tenebrosa de las oscuridades. Como si ya no importase que los muñecos se rompieran, metes a presión todos aquellos juguetes en una caja de cartón que no volverá a ver la luz de la playa, del parque, o simplemente de tu salón.
Pasan los años y decides ir renovando continuamente las posesiones que te identifican. Ese póster del grupo de música que tanto te gustaba y que, a día de hoy, ya ha pasado de moda, llega finalmente al destino de todo: el subsuelo. Libros, CD´s y películas de las que te avergüenzas pero de las cuales no quieres desprenderte.
Sin embargo, llega un día en el que tus padres te comunican la más terrible de las noticias. El trastero no tiene suficiente extensión para tanto juguete y recuerdo y, sin consultarte, deciden regalarlo o donarlo a una ONG. Muestras indiferencia ante la acción que tus progenitores han llevado a cabo, pero decides bajar al trastero a admirar su nuevo aspecto. Es la primera vez que lo haces desde hace años y ves cómo la habitación está completamente vacía. Entonces, con lágrimas en los ojos y un nudo en el estómago, te preguntas por qué no has bajado antes a disfrutar de los juguetes que, antaño, te hicieron inmensamente feliz.
¡Tantas tardes lluviosas y frías de domingos invernales sin nada que hacer y no se me ocurrió volver a jugar como antes hacía! ¿Cuándo perdí la ilusión por divertirme? ¿Por qué ya no he vuelto a jugar con una vida que necesita una buena dosis de despreocupación? ¿Cuándo decidí crecer? No me acuerdo de haber firmado ningún contrato con esa cláusula. ¿Contrato? ¿Cláusula? ¡Ya vuelvo a pensar como un adulto! Como el adulto que soy... ¡Maldita sea! ¿Cuándo me hice mayor y dejé de deleitarme con los pequeños detalles? De acuerdo, ya no soy aquel niño de mejillas sonrosadas, pero nadie me advirtió que eso que todos deseábamos que llegara, la madurez, traicionaría aquello que componía mi sonrisa diaria.
Y ahora, mientras una habitación sin mucho más mobiliario que una silla coja me devuelve la mirada, caigo en la cuenta de que no existe nada que certifique que un día yo jugué allí, que yo estuve allí, que yo fui así. Solamente permanece un recuerdo difuso en mi cabeza que, inevitablemente, se borrará y que, por consiguiente, se llevará consigo la más añorada de mis juventudes.
domingo, 21 de abril de 2013
Literatura Vital (VII): Hombre
Luchando, cuerpo a cuerpo, con la muerte,
al borde del abismo, estoy clamando
a Dios. Y su silencio, retumbando,
ahoga mi voz en el vacío inerte.
Oh Dios. Si he de morir, quiero tenerte
despierto. Y, noche a noche, no sé cuándo
oirás mi voz. Oh Dios. Estoy hablando
solo. Arañando sombras para verte.
Alzo la mano, y tú me la cercenas.
Abro los ojos: me los sajas vivos.
Sed tengo, y sal se vuelven tus arenas.
Esto es ser hombre: horror a manos llenas.
Ser —y no ser— eternos, fugitivos.
¡Ángel con grandes alas de cadenas!
al borde del abismo, estoy clamando
a Dios. Y su silencio, retumbando,
ahoga mi voz en el vacío inerte.
Oh Dios. Si he de morir, quiero tenerte
despierto. Y, noche a noche, no sé cuándo
oirás mi voz. Oh Dios. Estoy hablando
solo. Arañando sombras para verte.
Alzo la mano, y tú me la cercenas.
Abro los ojos: me los sajas vivos.
Sed tengo, y sal se vuelven tus arenas.
Esto es ser hombre: horror a manos llenas.
Ser —y no ser— eternos, fugitivos.
¡Ángel con grandes alas de cadenas!
Hombre, Blas de Otero
viernes, 19 de abril de 2013
Recortes, reformas y deformes (VI): Todos somos Bárcenas
Últimamente, en absolutamente todos los medios de comunicación se tratan diariamente los casos de una corrupción política que, por desgracia, está generalizada: desde Urdangarín hasta Bárcenas, sin olvidarnos del caso Gürtel. Aquí nadie se salva, ninguna de las dos Españas, ambas han engañado al pueblo con sus sucias triquiñuelas y métodos para reduplicar sus ingresos. Se suele decir por la calle que "nos han robado", pero no solamente a nivel económico, sino que han traicionado los principios de una democracia como la que teóricamente gobierna en nuestro país. "Son unos sinvergüenzas", diría una mujer alarmada en cualquier telediario. Sin embargo, ¿quién no lo somos?
Ya tratamos anteriormente la dialéctica hegeliana. La dura represión del régimen de Francisco Franco dio paso una euforia generalizada o, como popularmente diríamos: tiramos la casa por la ventana. No establecimos un control, depositamos nuestra completa confianza en una serie de individuos que se hacían llamar políticos y nos despreocupamos de lo que pudiera acontecer el futuro. Nos dedicamos exclusivamente a gozar de nuestra libertad. Pero llegó un día en el cual, alguien cayó en la cuenta de la debilidad que se deriva de la ignorancia de la población, y aprovechó para tomarnos el pelo.
Por otro lado, no obstante, nosotros también llevamos a cabo nuestros propios asuntos engañosos a nivel particular. No estafamos a todo el pueblo español, pero sí a parte de él. El llamado dinero negro que todos manejamos para librarnos de impuestos y, por consiguiente, aumentar nuestro poder adquisitivo, sería un ejemplo de pura traición. Nos cubrimos de oro y, henchidos de ambición, buscamos la forma de incrementar todavía más nuestra riqueza. Para colmo, invertimos en negocios sin futuro, rodeándonos de una burbuja que antes o después explotaría. Los líderes invirtieron en investigación; en cambio, España eligió la construcción como cimiento de nuestra nación, utilizando hormigón tan endeble como nuestro propio país.
Actualmente, observamos como la cola del paro es cada día más larga, existe un abuso en el tema de los desahucios y muchas familias viven bajo el umbral de pobreza. Generalizar nunca es satisfactorio pero, hasta hace poco, todos nos aprovechábamos de nosotros mismos como auténticos idiotas y, hoy, recogemos el fruto de aquello que sembramos. Nos quejamos de Bárcenas, pero este personaje político no es más que la imagen más realista de nuestra sociedad. Al fin y al cabo, la picaresca que siempre nos ha caracterizado constata que lo que nos envuelve es el resultado maligno de nuestra propia maldad. Lo admitamos o no, todos somos Bárcenas.
Ya tratamos anteriormente la dialéctica hegeliana. La dura represión del régimen de Francisco Franco dio paso una euforia generalizada o, como popularmente diríamos: tiramos la casa por la ventana. No establecimos un control, depositamos nuestra completa confianza en una serie de individuos que se hacían llamar políticos y nos despreocupamos de lo que pudiera acontecer el futuro. Nos dedicamos exclusivamente a gozar de nuestra libertad. Pero llegó un día en el cual, alguien cayó en la cuenta de la debilidad que se deriva de la ignorancia de la población, y aprovechó para tomarnos el pelo.
Por otro lado, no obstante, nosotros también llevamos a cabo nuestros propios asuntos engañosos a nivel particular. No estafamos a todo el pueblo español, pero sí a parte de él. El llamado dinero negro que todos manejamos para librarnos de impuestos y, por consiguiente, aumentar nuestro poder adquisitivo, sería un ejemplo de pura traición. Nos cubrimos de oro y, henchidos de ambición, buscamos la forma de incrementar todavía más nuestra riqueza. Para colmo, invertimos en negocios sin futuro, rodeándonos de una burbuja que antes o después explotaría. Los líderes invirtieron en investigación; en cambio, España eligió la construcción como cimiento de nuestra nación, utilizando hormigón tan endeble como nuestro propio país.
Actualmente, observamos como la cola del paro es cada día más larga, existe un abuso en el tema de los desahucios y muchas familias viven bajo el umbral de pobreza. Generalizar nunca es satisfactorio pero, hasta hace poco, todos nos aprovechábamos de nosotros mismos como auténticos idiotas y, hoy, recogemos el fruto de aquello que sembramos. Nos quejamos de Bárcenas, pero este personaje político no es más que la imagen más realista de nuestra sociedad. Al fin y al cabo, la picaresca que siempre nos ha caracterizado constata que lo que nos envuelve es el resultado maligno de nuestra propia maldad. Lo admitamos o no, todos somos Bárcenas.
lunes, 15 de abril de 2013
Llena tu cabeza de experiencia...
Lleno mi cabeza de
experiencia
para que el tiempo
vacíe la tuya.
Escribiendo memorias
me hallo,
mientras carcomidos
mis cabales,
en intento de
recuerdo,
inventa vocablos al
canto
de una malherida
mente
que busca
desesperadamente
un demente para
acordarse
qué significa el
olvido,
el mismo que me ha
mentido
prometiéndome que nunca
será
y que ni siquiera ha
sido.
sábado, 13 de abril de 2013
¿La Historia se repite? (III): Memoria colectiva
La Historia, como todos sabemos, suele estar compuesta de tensiones bélicas y sus consiguientes guerras, de Constituciones y reformas, de tradición y de progreso. No obstante, este conjunto de aspectos que presenta esta ciencia no se crean por sí solos ni son lo más importante.
La Historia la hacen los ciudadanos, los que acatan las leyes y aquellos que se rebelan contra lo establecido. La Historia la escriben los propios humanos que la experimentan y, los rasgos más cercanos a ellos deberían ser los primordiales. La sociedad y la cultura conforman ese charco que refleja a todo un pueblo y a la situación del país en el que residen. Una opinión muy extendida entre los autores literarios de la Generación del 27, en especial, el gran Miguel de Unamuno, que profundizó en el término intrahistoria, defendiéndolo ante otros componentes de la Historia. Al fin y al cabo, ¿qué nos interesa una crisis económica capitalista sino resaltar la euforia consumista característica a priori y el sacrificio de los ciudadanos durante este periodo? ¿Qué importancia reside en una guerra sino las penurias sufridas por la población?
Por lo tanto, ¿por qué la Educación se empeña en taladrarnos en la cabeza cientos de nombres de reyes visigodos, fechas concretas y desarrollos de guerras interminables? Si eso es lo esencial dentro del transcurrir de millones de vidas, la mía ya puede terminar. Quizás no sea un renombrado personaje de la época pero algún día me gustaría formar parte de una Historia, aunque sea la familiar. Poder sentarme alrededor de mis hijos, mis nietos, y relatar cómo se vivía en mis tiempos, narrar lo que sufrí y de lo que disfruté.
Esto recibe el nombre de Memoria Colectiva. La cuestión reside ahora en si la experiencia de nuestros antepasados colabora en el aprendizaje de lo acontecido en el ayer. ¿Hemos aprendido de testimonios como, por ejemplo, los de Galdós en sus Episodios Nacionales? La contestación es muy clara si se expone un caso mundial que todos conocemos: la Segunda Guerra Mundial vino acompañada de la Guerra Fría. Se suele decir que a la tercera va la vencida, pero parece que después de las trincheras y los campos de concentración, continuamos anhelando el poder total sobre el resto del planeta. La ambición siempre nos ha corrompido y nos corromperá.
Entonces, esto desemboca a su vez en otro tema a tratar: la enseñanza de la Historia en los colegios. Tras comprobar los resultados, ¿de veras sirve para algo aprender los sucesos ocurridos a lo largo de la Historia y, concretamente, durante la Edad Contemporánea? La primera respuesta que nos viene a la mente es un "no" rotundo. No obstante, ¿es conveniente no conocer nuestros orígenes ni hacia dónde vamos? Al fin y al cabo, somos el resultado de lo vivido por nuestros antepasados. Los estereotipos, las costumbres, la cultura y las instituciones que forman nuestro Estado. Somos lo que nos rodea, aunque este círculo de vivencias se empezara a conformar hace milenios. Tal vez la Historia no tenga utilidad para enmendar nuestros errores pero, al menos, nos hace ser humanos; unos humanos que escriben a pluma su propia vida recogida en la Memoria Colectiva de miles de generaciones.
La Historia la hacen los ciudadanos, los que acatan las leyes y aquellos que se rebelan contra lo establecido. La Historia la escriben los propios humanos que la experimentan y, los rasgos más cercanos a ellos deberían ser los primordiales. La sociedad y la cultura conforman ese charco que refleja a todo un pueblo y a la situación del país en el que residen. Una opinión muy extendida entre los autores literarios de la Generación del 27, en especial, el gran Miguel de Unamuno, que profundizó en el término intrahistoria, defendiéndolo ante otros componentes de la Historia. Al fin y al cabo, ¿qué nos interesa una crisis económica capitalista sino resaltar la euforia consumista característica a priori y el sacrificio de los ciudadanos durante este periodo? ¿Qué importancia reside en una guerra sino las penurias sufridas por la población?
Por lo tanto, ¿por qué la Educación se empeña en taladrarnos en la cabeza cientos de nombres de reyes visigodos, fechas concretas y desarrollos de guerras interminables? Si eso es lo esencial dentro del transcurrir de millones de vidas, la mía ya puede terminar. Quizás no sea un renombrado personaje de la época pero algún día me gustaría formar parte de una Historia, aunque sea la familiar. Poder sentarme alrededor de mis hijos, mis nietos, y relatar cómo se vivía en mis tiempos, narrar lo que sufrí y de lo que disfruté.
Esto recibe el nombre de Memoria Colectiva. La cuestión reside ahora en si la experiencia de nuestros antepasados colabora en el aprendizaje de lo acontecido en el ayer. ¿Hemos aprendido de testimonios como, por ejemplo, los de Galdós en sus Episodios Nacionales? La contestación es muy clara si se expone un caso mundial que todos conocemos: la Segunda Guerra Mundial vino acompañada de la Guerra Fría. Se suele decir que a la tercera va la vencida, pero parece que después de las trincheras y los campos de concentración, continuamos anhelando el poder total sobre el resto del planeta. La ambición siempre nos ha corrompido y nos corromperá.
Entonces, esto desemboca a su vez en otro tema a tratar: la enseñanza de la Historia en los colegios. Tras comprobar los resultados, ¿de veras sirve para algo aprender los sucesos ocurridos a lo largo de la Historia y, concretamente, durante la Edad Contemporánea? La primera respuesta que nos viene a la mente es un "no" rotundo. No obstante, ¿es conveniente no conocer nuestros orígenes ni hacia dónde vamos? Al fin y al cabo, somos el resultado de lo vivido por nuestros antepasados. Los estereotipos, las costumbres, la cultura y las instituciones que forman nuestro Estado. Somos lo que nos rodea, aunque este círculo de vivencias se empezara a conformar hace milenios. Tal vez la Historia no tenga utilidad para enmendar nuestros errores pero, al menos, nos hace ser humanos; unos humanos que escriben a pluma su propia vida recogida en la Memoria Colectiva de miles de generaciones.
sábado, 6 de abril de 2013
¿La Historia se repite? (II): Utopías y distopías
La Historia, aquella que ya hemos constatado que se repite siguiendo un patrón cíclico de continuo error, ha sido constituida por variadas utopías. Una palabra bastante peculiar. Utopía. Se suele decir que la vida en sí es una utopía. Pero, ¿en qué nos basamos para denominar algo como utópico?
Tomemos como libro modelo la Utopía de Tomás Moro. Ese intento de confeccionar una sociedad ideal fue revolucionario, pero no novedoso. El pionero fue el griego Platón que en La República nos desveló un nuevo mundo ideal y antagónico al de entonces. No obstante, fue Moro el primero en introducir este término a la vez que nos relataba cómo se disponía la isla de Utopía, la cual poseía el primer régimen comunista. Esto conformó una crítica y un rechazo a los nuevos sistemas de poder surgidos en aquella época de mano de filósofos de la talla de Maquiavelo. Utopía como él la llamó, y sin embargo, distopía. Los expertos opinan que en la práctica la idea de Moro no hubiese resultado.
Desde entonces, y especialmente en el Renacimiento, se puso de moda este género. La más conocida de las utopías fue, sin duda, la de Marx Engels. Buscaba en su socialismo utópico una idealización que, desgraciadamente, nunca se ha materializado en hechos. Y es que, iluso, Marx confiaba en la bondad de los individuos y en que ninguno de ellos impusiera su poder sobre el resto. La idea del rechazo de la lucha de clases era positiva, pero en la práctica la sociedad comunista se ha deteriorado (claro ejemplo el de países como Cuba, China o la restrictiva Corea del Norte que, aun defendiendo la desaparición de la lucha de clases, están plagados de opresores y oprimidos). Utopía, y sin embargo, distopía.
Aunque basta de información académica inútil y reflexionemos acerca de las situaciones utópicas. Podríamos resumir el término utopía como una alternativa ideal a la realidad, o sea, una organización en torno al bien común. Por el contrario, deberíamos acuñar como distopía una monstruosidad resultante de una idealización. La cuestión que se nos plantea en este caso es si realmente existe alguna utopía que no se degrade, que pueda crear ese mundo ideal que desde la Antigua Grecia se ha anhelado.
Con lo referente a la Historia, cabe preguntarse acerca de la continua repetición de utopías que no han sido finalmente útiles. Al fin y al cabo, las únicas opciones de modelo actual son el capitalismo y el comunismo, y ambos contienen aspectos negativos y en ellos se aprecian importantes diferencias con respecto a su vertiente original.
¿Lograremos hallar la combinación perfecta algún día? Por lo pronto, se puede afirmar que esto significará la solución mundial a tanto conflicto, el fin de la Historia tal cual la conocemos, es decir, monótona, repetitiva y cruel. Mientras tanto, viviremos en una sociedad que, aparentemente utópica, es una auténtica distopía que José Mª Merino ha coronado con estas decisivas palabras: <<Nunca hemos tenido tantas posibilidades de información, y sin embargo estamos muy mal informados. Nunca hemos tenido tanta capacidad de generar alimentos, y sin embargo tenemos un hambre espantosa>> Eso, queridos lectores, es una distopía, eso es en lo que diariamente vivimos: una sociedad hipócrita y llena de contradicciones sin sentido.
Tomemos como libro modelo la Utopía de Tomás Moro. Ese intento de confeccionar una sociedad ideal fue revolucionario, pero no novedoso. El pionero fue el griego Platón que en La República nos desveló un nuevo mundo ideal y antagónico al de entonces. No obstante, fue Moro el primero en introducir este término a la vez que nos relataba cómo se disponía la isla de Utopía, la cual poseía el primer régimen comunista. Esto conformó una crítica y un rechazo a los nuevos sistemas de poder surgidos en aquella época de mano de filósofos de la talla de Maquiavelo. Utopía como él la llamó, y sin embargo, distopía. Los expertos opinan que en la práctica la idea de Moro no hubiese resultado.
Desde entonces, y especialmente en el Renacimiento, se puso de moda este género. La más conocida de las utopías fue, sin duda, la de Marx Engels. Buscaba en su socialismo utópico una idealización que, desgraciadamente, nunca se ha materializado en hechos. Y es que, iluso, Marx confiaba en la bondad de los individuos y en que ninguno de ellos impusiera su poder sobre el resto. La idea del rechazo de la lucha de clases era positiva, pero en la práctica la sociedad comunista se ha deteriorado (claro ejemplo el de países como Cuba, China o la restrictiva Corea del Norte que, aun defendiendo la desaparición de la lucha de clases, están plagados de opresores y oprimidos). Utopía, y sin embargo, distopía.
Aunque basta de información académica inútil y reflexionemos acerca de las situaciones utópicas. Podríamos resumir el término utopía como una alternativa ideal a la realidad, o sea, una organización en torno al bien común. Por el contrario, deberíamos acuñar como distopía una monstruosidad resultante de una idealización. La cuestión que se nos plantea en este caso es si realmente existe alguna utopía que no se degrade, que pueda crear ese mundo ideal que desde la Antigua Grecia se ha anhelado.
Con lo referente a la Historia, cabe preguntarse acerca de la continua repetición de utopías que no han sido finalmente útiles. Al fin y al cabo, las únicas opciones de modelo actual son el capitalismo y el comunismo, y ambos contienen aspectos negativos y en ellos se aprecian importantes diferencias con respecto a su vertiente original.
¿Lograremos hallar la combinación perfecta algún día? Por lo pronto, se puede afirmar que esto significará la solución mundial a tanto conflicto, el fin de la Historia tal cual la conocemos, es decir, monótona, repetitiva y cruel. Mientras tanto, viviremos en una sociedad que, aparentemente utópica, es una auténtica distopía que José Mª Merino ha coronado con estas decisivas palabras: <<Nunca hemos tenido tantas posibilidades de información, y sin embargo estamos muy mal informados. Nunca hemos tenido tanta capacidad de generar alimentos, y sin embargo tenemos un hambre espantosa>> Eso, queridos lectores, es una distopía, eso es en lo que diariamente vivimos: una sociedad hipócrita y llena de contradicciones sin sentido.
lunes, 1 de abril de 2013
¿La Historia se repite? (I): ¿Avanzamos o saltamos?
¿La Historia se repite? ¿Por qué las utopías dadas en el pasado se convirtieron en distopías? ¿Podemos aprender de lo acontecido en el ayer? ¿Es útil imponer en los centros educativos la asignatura como obligatoria y esencial para la formación del ser humano?
La Historia es un recuerdo. La Historia es el diario más íntimo de miles de generaciones. La Historia es el mecanismo de la humanidad para aprender y no volver a repetir lo que ha creado nefastas consecuencias sobre nosotros mismos. Sin embargo, este juego de engranajes se encuentra algo oxidado porque irremediablemente cometemos los mismos errores una y otra vez.
Hegel, filósofo marcado por la Revolución Francesa, profundizó en el término progreso, cuya definición todavía se encuentra muy difusa. ¿De veras progresamos o sólo avanzamos a zancadas evolucionando desde un comportamiento extremadamente conservador a una liberalidad desmesurada? Para responder a estas cuestiones, el alemán propuso una teoría, la cual conoceremos posteriormente como dialéctica hegeliana.
Según Hegel, la dialéctica tiene tres momentos: tesis, antítesis y síntesis. La tesis es una afirmación, la antítesis una oposición a la afirmación, y la síntesis el rechazo de la antítesis y una combinación de la afirmación y la negación. En resumidas cuentas e ilustrándolo, sería lo ocurrido en las últimas décadas de la sociedad española. Durante el régimen franquista, la censura lo dominaba todo, no existía la libertad de expresión. La democracia surgida en los años ochenta rompió completamente con las estructuras de la dictadura: el comportamiento liberal lo dominó todo y cualquiera podía hacer lo que le placiera, sin dar cuentas a nadie. Esta antítesis desembocó en una situación actual caracterizada por la corrupción, la cual surgió a raíz de la despreocupación y la euforia de emerger de un sistema totalitario como el de Franco, por lo que ahora andamos buscando una síntesis entre ambas políticas. Queremos liberalidad para todos los ciudadanos, pero creemos que sería positivo establecer duras represalias contra aquellos que abusan de su libertad perjudicando al resto.
Esto, sin duda, parecería la solución a todos nuestros problemas, pero Hegel no es tan optimista. De la síntesis evolucionaremos de nuevo a la tesis, conformando así un círculo repetitivo y monótono. Por tanto, la Historia sí que se repite (he ahí las cíclicas crisis económicas propias del capitalismo) y, a pesar de estar hartos de observar embelesados siempre el mismo fenómeno, nuestro orgullo no nos permite aprender de nuestros errores. Tal vez exista una fórmula mágica a nuestros fallos, una utopía que realmente funcione. No obstante, de la idealización de las utopías -y, más tarde, distopías- debatiremos en otra ocasión.
Hegel, filósofo marcado por la Revolución Francesa, profundizó en el término progreso, cuya definición todavía se encuentra muy difusa. ¿De veras progresamos o sólo avanzamos a zancadas evolucionando desde un comportamiento extremadamente conservador a una liberalidad desmesurada? Para responder a estas cuestiones, el alemán propuso una teoría, la cual conoceremos posteriormente como dialéctica hegeliana.
Según Hegel, la dialéctica tiene tres momentos: tesis, antítesis y síntesis. La tesis es una afirmación, la antítesis una oposición a la afirmación, y la síntesis el rechazo de la antítesis y una combinación de la afirmación y la negación. En resumidas cuentas e ilustrándolo, sería lo ocurrido en las últimas décadas de la sociedad española. Durante el régimen franquista, la censura lo dominaba todo, no existía la libertad de expresión. La democracia surgida en los años ochenta rompió completamente con las estructuras de la dictadura: el comportamiento liberal lo dominó todo y cualquiera podía hacer lo que le placiera, sin dar cuentas a nadie. Esta antítesis desembocó en una situación actual caracterizada por la corrupción, la cual surgió a raíz de la despreocupación y la euforia de emerger de un sistema totalitario como el de Franco, por lo que ahora andamos buscando una síntesis entre ambas políticas. Queremos liberalidad para todos los ciudadanos, pero creemos que sería positivo establecer duras represalias contra aquellos que abusan de su libertad perjudicando al resto.
Esto, sin duda, parecería la solución a todos nuestros problemas, pero Hegel no es tan optimista. De la síntesis evolucionaremos de nuevo a la tesis, conformando así un círculo repetitivo y monótono. Por tanto, la Historia sí que se repite (he ahí las cíclicas crisis económicas propias del capitalismo) y, a pesar de estar hartos de observar embelesados siempre el mismo fenómeno, nuestro orgullo no nos permite aprender de nuestros errores. Tal vez exista una fórmula mágica a nuestros fallos, una utopía que realmente funcione. No obstante, de la idealización de las utopías -y, más tarde, distopías- debatiremos en otra ocasión.
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