Un trastero, ese lugar inhabitable donde encerramos periódicos viejos, libros que ya no leemos y, básicamente, objetos inservibles u obsoletos a día de hoy. No obstante, no sólo guardamos en estas cuevas posesiones materiales, sino una historia vital detrás. Al fin y al cabo, dotamos de elementos simbólicos a nuestros objetos más cotidianos y apreciados, envolviéndolos de las experiencias de una época que no queremos que se borre de nuestras insulsas vidas. He ahí el caso de los juguetes. Una infancia caracterizada por la diversión, la alegría, el jolgorio y la despreocupación. Sin duda, la edad más reconfortante, sin problemas aparentes. Una porción de nuestro día a día que hemos olvidado.
En ocasiones, nos gustaría bajar al parque a jugar con aquellos desconocidos que, aparentemente, se parecían mucho a nosotros. Ambos teníamos manos y pies, y ese niño no significaba ningún peligro aparente. Con un tímido "hola" nos acercábamos a jugar y, en cuestión de segundos, ya éramos los mejores amigos, a pesar de que quizás al día siguiente ni nunca más nos volviéramos a ver.
Los juguetes se acumulan irremediablemente en las estanterías y, un día, ya adolescente, decides que ya es hora de deshacerte de todos aquellos trastos que hasta entonces te han hecho muy feliz. Observas el cubo de la playa y recuerdas esas vacaciones en Gandía, el dibujo que le hiciste a una niña para que fuera tu novia y los puzzles y el Action-Man con los que pasabas las tardes lluviosas y frías de domingos invernales. Miras fijamente el conjunto de todo lo que ha sido esencial para ti hasta ese preciso instante y, apenado, decides internar todas aquellas memorias en la más tenebrosa de las oscuridades. Como si ya no importase que los muñecos se rompieran, metes a presión todos aquellos juguetes en una caja de cartón que no volverá a ver la luz de la playa, del parque, o simplemente de tu salón.
Pasan los años y decides ir renovando continuamente las posesiones que te identifican. Ese póster del grupo de música que tanto te gustaba y que, a día de hoy, ya ha pasado de moda, llega finalmente al destino de todo: el subsuelo. Libros, CD´s y películas de las que te avergüenzas pero de las cuales no quieres desprenderte.
Sin embargo, llega un día en el que tus padres te comunican la más terrible de las noticias. El trastero no tiene suficiente extensión para tanto juguete y recuerdo y, sin consultarte, deciden regalarlo o donarlo a una ONG. Muestras indiferencia ante la acción que tus progenitores han llevado a cabo, pero decides bajar al trastero a admirar su nuevo aspecto. Es la primera vez que lo haces desde hace años y ves cómo la habitación está completamente vacía. Entonces, con lágrimas en los ojos y un nudo en el estómago, te preguntas por qué no has bajado antes a disfrutar de los juguetes que, antaño, te hicieron inmensamente feliz.
¡Tantas tardes lluviosas y frías de domingos invernales sin nada que hacer y no se me ocurrió volver a jugar como antes hacía! ¿Cuándo perdí la ilusión por divertirme? ¿Por qué ya no he vuelto a jugar con una vida que necesita una buena dosis de despreocupación? ¿Cuándo decidí crecer? No me acuerdo de haber firmado ningún contrato con esa cláusula. ¿Contrato? ¿Cláusula? ¡Ya vuelvo a pensar como un adulto! Como el adulto que soy... ¡Maldita sea! ¿Cuándo me hice mayor y dejé de deleitarme con los pequeños detalles? De acuerdo, ya no soy aquel niño de mejillas sonrosadas, pero nadie me advirtió que eso que todos deseábamos que llegara, la madurez, traicionaría aquello que componía mi sonrisa diaria.
Y ahora, mientras una habitación sin mucho más mobiliario que una silla coja me devuelve la mirada, caigo en la cuenta de que no existe nada que certifique que un día yo jugué allí, que yo estuve allí, que yo fui así. Solamente permanece un recuerdo difuso en mi cabeza que, inevitablemente, se borrará y que, por consiguiente, se llevará consigo la más añorada de mis juventudes.
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