
El bullicio se volvía más estridente y, entre insultos varios, se podía distinguir la palabra "hereje". La herejía, en aquella restrictiva Edad Media, era castigada duramente, ya fuera con el destierro o unos azotes en público, o bien, con la muerte en la hoguera o gracias a un instrumento de tortura llamado Garrote Vil. El objetivo de la institución era acabar, siguiendo las leyes divinas y en nombre del Mesías, con los apodados "diablos".
La abrasadora llamarada ígnea llegaría en cualquier momento a cubrir el cuerpo de aquel hombre en el que yo habitaba. Era el espíritu intangible de un docente que había estimulado a sus alumnos con teorías distintas y contrarias a la dictada por la estricta Iglesia del momento. Pobre Sócrates medieval que, aunque no fuera a beber de la cicuta, iba a morir por invitar a pensar. La sabiduría -mi sabiduría- había sido siempre rechazada desde tiempos inmemoriales.
Allí continuaba el profesor y yo, erguidos de orgullo, con una media sonrisa de victoria. Aquellas ideas ya habían sido promulgadas y, tarde o temprano, aquel mal sería la verdad absoluta. Por tanto, podríamos considerarnos héroes. Aquel había sido el primer paso hacia un futuro negro e incierto que traería un rechazo generalizado hacia el bien del momento. Había desatado una epidemia social, mas aquél era solamente el comienzo. Emergí de su cuerpo, ahora muerto, y me introduje en un ser diferente que propagaría mis dictámenes. Ahora era aún más malvado y cruel si cabe que mi sujeto anterior: Tomás de Torquemada, primer inquisidor católico general de Castilla y León.
No hay comentarios:
Publicar un comentario