Dos años de reinvención

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domingo, 22 de septiembre de 2013

Rendición con patatas fritas

Normalmente se suele objetar tras una encarnizada lucha que no hay ni ganadores ni perdedores. No obstante, a veces la obviedad es aplastante y debemos rendirnos a la presión. Siempre se trata de animar y llenar de coraje a nuestros allegados para que no se rindan. Repetimos, incansables, que existe una ínfima oportunidad. Repiten lo ya intentado, insaciables, y no admiten nunca su derrota. Aunque tratemos de alzar la voz, si solamente grita un solo individuo, la llamada será aplastada por el más absoluto silencio o por un grito todavía más potente.

La Historia va de rendiciones, de dejarse conquistar, de apartar a un lado las armas cuando ya no existe salida posible. Hoy en día somos dependientes de una influencia mayor, de una superpotencia. ¿Acaso nos autogobernamos nosotros o acatamos las instrucciones y órdenes procedentes de Alemania? Pero este no es un caso reciente ni novedoso; ya nos rendimos en su día al inamovible Imperio Romano que controlaba el Mediterráneo, aquel que apodaron mare nostrum.

Hay también derrotas que no son visibles hasta un tiempo después, pues el que alza el puño festejando la victoria lo hace escondido para que nadie lo perciba. La Guerra Fría es uno de los ejemplos más nítidos. El cese al conflicto fue bilateral y, a primera vista, ninguno de los dos bloques se proclamó vencedor incondicional. No obstante, el debilitamiento de la Europa del Este y el auge del nuevo continente, provocó que la hegemonía mundial la obtuviera solamente una de las potencias. Una partida ganada que fue visible de la manera más ridícula e insignificante posible: un McDonald´s. Una empresa de comida rápida supuso la ansiada victoria de los Estados Unidos.


Ocurrió un 31 de enero de 1990, con temperaturas bajo cero. Cinco mil rusos se habían congregado en la Plaza Pushkin, una de las más importantes de Moscú, a la espera de un delicioso filete de carne. Cinco mil rusos que habían cedido su fuerza al país norteamericano, cansados de sacrificar vanamente. Se habían arrodillado delante de su enemigo a cambio de un plato de comida. Abandonando todo por lo que el país había luchado durante décadas, cada uno de aquellos impacientes ciudadanos recogía su menú con patatas. Aquella M amarilla de proporciones espaciales representaba la superioridad del capitalismo y el entierro del verdadero comunismo -si alguna vez, en la práctica, dicha teoría había existido-.

Alrededor de ocho años después de la inauguración del primer McDonald´s, la compañía decidió construir otro local que se convertiría en el más grande del mundo. El McDonald´s más grande de todo el planeta Tierra, justamente en la sede de su último rival. Ese día se pudo anunciar la completa desaparición de los ideales de la antigua URSS. Sólo el ganador había prevalecido. No había más diversidad que la que marcaba Washington. De hecho, hoy, no hay más diversidad que la que nos impone nuestros estrictos comandantes.

La diferencia emerge, como la creciente China, pero está claro que nunca podrán convivir dos posiciones contrapuestas. Siempre existirá un elefante que deba aplastar a la hormiga. El orden mundial depende de un país solo, sea cual sea. Una nación que oprimirá, dictará y homogeneizará, y lo único que podremos hacer será acatar los mandatos y suplicar clemencia. Desgraciadamente, siempre nos tocará rendirnos a la evidencia.


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