No mucho después, surgieron problemas en su relación y decidieron concederse un descanso. Un tiempo que se prolongaría demasiado. Fueron por riberas de ríos distintos: ella, valiente y decidida, bañándose y dejando que el agua recompusiese todas sus cicatrices; él, inmaduro e infantil, caminó sin descanso lamentándose de lo acontecido en el pasado. Había sido la mujer de su vida y, adulto ya, no se veía capaz de desprenderse de aquella ilusión adolescente. Enrabiado, deseaba olvidarse de ella y volver al punto de partida.
Por desgracia, el olvido lo escuchó y se apoderó de él en cuestión de meses. Le diagnosticaron la enfermedad del no conocer, del no saber, del no recordar. Al fin, desecharía todos los recuerdos en los que estuviera presente ella: su sueño, ya no tan deseado, vería la luz.
Tras recibir tan pésima noticia, se acostumbró a pasear diariamente durante el atardecer por el parque de su barrio. Era otoño y observaba, mudo de asombro, como las hojas se desprendían de sus ramas a la vez que los datos almacenados en su memoria se iban borrando. Caminaba y admiraba con el fin de atarse a ese mundo que pronto no conocería. No obstante, un día, su amor juvenil se cruzó con él. Pudo ver como su cara, antes caracterizada por la belleza eterna y la felicidad, se había tornado en un rostro sin expresión, amargado, abatido.
Sin pronunciar más que un tímido hola, ella se abalanzó a sus brazos y se besaron como hacían hace unas décadas que, en aquellos instantes, se avistaban difusas. Rozó dulcemente de nuevo con sus labios aquellos senos, ahora deshinchados tal vez por tanto pesar en su vida. Acarició sus marcados pómulos que sustituían aquellas sonrosadas mejillas, y contoneó su cuerpo femenino pero maltratado por el tiempo y la soledad. Él la amarró con todas sus fuerzas otra vez, convencido de que, si así lo hacía, el olvido no se la llevaría consigo. Lloraba porque aquellos recuerdos junto a ella, su rostro, su cuerpo, sus caricias, todo se desvanecería. Desafortunadamente, la olvidaría pronto, mucho antes que ella a él y aquello lo colmaba de dolor. No obstante, algo inesperado hizo que emergiera de sus pensamientos y refutara todas aquellas ideas infundadas. Ella le miró a los ojos, esbozó una mueca -sin reconocer- y pronunció la más temida e inusual cuestión: Y tú... ¿Quién eres?.
Siempre he estado al lado de ella y en realidad no la conozco
nada, ni podré conocerla. Recuerdo aquellos paseos tras la salida del colegio
cuando iba junto a mi madre y ella de camino a su casa a regar las macetas,
recuerdo aquel mueble mojado siempre tras su intento de mantener sus plantas
vivas. También recuerdo los interminables momentos jugando al parchís, las
búsquedas cuando se iba y se perdía, las horas cuidándola, los días a su lado y
los momentos compartidos. Han sido diecisiete años intensos que mucha gente
cuestionaría si han merecido la pena o no. Quién sabe. Bajo mi punto de vista
años maravillosos pasados a su lado.
Cuando yo nací ella ya estaba enferma y he aprendido a vivir junta
a esa persona que en un principio solo recordaba aquello que hacía más de
cincuenta años que había ocurrido y que más tarde no recordaría nada. Los años
han pasado y la verdad es que los primeros catorce fueron bastante diferentes a
lo últimos.
En aquellos primeros años había más familiaridad, aún nos recordaba,
te cantaba canciones, te contaba cosas y podías intuir una pequeña porción de
su ser dentro de aquel cuerpo marchito que poco a poco iba llenándose de
arrugas y deshaciéndose de recuerdos. Recuerdo que muchas noches me enfadaba
pensando en qué era lo que le pasaba, no era capaz de entender por qué aquella
persona siendo mayor, no era capaz de aprender nada y cada día lo olvidaba más
todo.Más tarde, conforme fui creciendo fui entendiendo que era aquella
enfermedad que provocaba que esa mujer no fuera nada de lo que me decían que
era. Aquella demencia senil que la fue devorando con los años.
Hace más o menos tres años, pasó de vivir de casa en casa a vivir
en una residencia. Fue la mejor opción, allí tenía todo lo que necesitara a
cualquier hora del día y allí podía recibir los cuidados necesarios. Estos años
son los que mejor recuerdo, son años que he pasado yendo a verla, yendo a las
fiestas que allí se organizaban y disfrutando cada día que la visitaba como si
fuera el último que pasara con ella. Pero este último año todo cambió, ella
quedó encamada, ya no la levantaban más que un ratito por la mañana, había días
que ni abría los ojos y con el tiempo vi como se degradaba por completo. Su
mente hacía años que estaba deteriorada y que ya no recordaba nada, más que
fragmentos de canciones que no sé muy bien por qué, siempre hacía la mención de
cantar si se los recordabas un poco. Y su cuerpo se iba consumiendo.
Recuerdo aquel último día que la vi. Nada más entrar a aquella
habitación en penumbra, vi sus ojos marchitos. En su rostro había una expresión
que indicaba justo lo que hacía meses, ya sabíamos que ocurriría tarde o
temprano. Con un simple vistazo sabía que no duraría más de esa semana.
Compartí aquel rato de una forma especial con ella, bien sabía que sería el
último. Le dí yo la cena y al despedirme, como cada día le di un beso en la
frente. Aquel fue mi último contacto con ella, mi último adiós, mi despedida.
Juntando todos estos recuerdos y valorándolos junto todo lo que
aquí no he podido escribir, todos ellos forman una bonita historia, forman
nuestra historia. Una historia que jamás me arrepentiré de haber vivido, aunque
los últimos años, no merecieran la pena por su sufrimiento. ¿Sabéis que día
murió? El viernes de esa misma semana, el día de mi cumpleaños. Pensad lo que
queráis de mí, pero yo creo que su muerte fue un regalo de ella para mí, pues
aunque me apenara mucho despedirme, era lo que más deseaba. No quería que ella
sufriera más.
Sus recuerdos, los guardamos sus familiares en montones de
imágenes y sonrisas que compartimos juntos. Yo, personalmente, escribo su
historia del olvido y la recuerdo cada día, por todos aquellos que ella jamás
alcanzó a recordar.
Para mi yaya.
Pilar, Al fin me animo a hacer esto
Esto tiene alma.
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