
No obstante, nuestra especie no nos permite acabar con nuestros tormentos en un abrir y cerrar de ojos. El cambio es un proceso extenso y costoso. Y todavía lo es más si a ello le sumamos un gran defecto: nuestra abstención a cambiar, a transformarnos, a crecer. Como humanos que somos, predisponemos nuestros deseos inmediatos a aquellos que se cumplirán en un largo plazo, porque nuestra virtud no es la espera, sino que exigimos ver los resultados a corto plazo de una metamorfosis caracterizada por su lentitud.
Inútilmente, nos pasamos horas ideando ese superhombre que podíamos llegar a ser, preguntándonos cómo podríamos encontrar la más absoluta perfección. Sin embargo, estos planes nunca salen a la luz, porque nos dedicamos a tareas menores y no a nuestra propia reinvención. Para colmo, nos quejamos de la mediocridad que nos envuelve y que, a nuestro parecer, nos impide alcanzar las características que presenta aquel superhombre idealizado. Gran reflexión la de Nietzche, sin duda.
Una vez constatada nuestra imposibilidad y oposición a evolucionar, se nos plantea el quid de la cuestión: ¿Una persona que anteriormente ha mostrado un comportamiento detestable puede cambiar su actitud a mejor? He aquí la desconfianza que nos embarga día a día, esa memoria histórica que nos recuerda todas aquellas horribles acciones que llevó a cabo y que no nos permite entregarnos al cien por cien a esa persona. ¿Deberíamos creer en el repentino cambio de alguien o mas bien deberíamos preguntarnos acerca de sus verdaderas intenciones?
Al fin y al cabo, y por mucha voluntad que presente, un humano no puede cambiar de la noche a la mañana. Al igual que los gusanos de seda, vivimos en un periodo de reposo y meditación envueltos en una crisálida, en el cual mostramos nuestro arrepentimiento de lo acontecido y nuestros deseos de metamorfosear. Exteriorizamos nuestras ansías de romper el capullo, volar convertidos en un ser completamente nuevo y que, de esta manera, nuestra vida repleta de errores quede atrás.
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