***
La bandera tricolor ondeaba desde el balcón.
El tenue sol de las nueve de la mañana penetraba en la oscura habitación,
alumbrando el libro favorito de mamá, que reposaba sobre el sillón y en el que
se podía leer inscrito en letras doradas el nombre de Virginia Woolf.
-
¡Venga, pequeña! ¿Te
apetece que vayamos a votar? –me animó mi madre, mientras se enfundaba su viejo
chaquetón.
-
No sé para qué
llevas a la niña a eso. Bueno, tampoco entiendo que tú vayas a votar. Las
decisiones importantes y la política son asuntos de hombres. Además, la cocina
está hecha una porquería… ¿Qué clase de ama de casa eres? –refunfuñó mi abuela.
-
¿Ama de casa?
Antes de nada soy mujer. –dio la espalda a su anciana progenitora y se dirigió
hacia mí- No le hagas caso. Ponte el abrigo y vámonos.
Nada más salir del caserío me
sorprendí de la euforia que se desataba en la calle. Decenas de ciudadanos al
grito de “¡larga vida a la República!” se dirigían a las urnas. Los lúcidos
rayos de sol otorgaban un tono más vivaz a los colores rojo, amarillo y morado
que componían sus insignias.
-
¡Menuda cola! Deberíamos haber salido antes. Nos tocará
esperar, cariño –se lamentó mi madre sin perder la sonrisa.
Aquel era un pueblo pequeño y,
sin embargo, parecía que todos los habitantes se habían congregado allí a
ejercer su inalienable derecho a elegir. La mayoría eran hombres, aunque entre
la multitud también se podían identificar unas pocas mujeres.
-
Mamá, ¿por qué
casi todos son chicos? –pregunté, inocente.
-
Porque por mucho
que las leyes hayan cambiado, la mentalidad de la sociedad sigue siendo la
misma. –se dio cuenta de lo incomprensible que resultaban para mí esas
palabras- A ver, cielo, ¿cómo puedo explicártelo? Digamos que hoy en día no hay
muchas mujeres valientes. Piensa que esto es nuevo para todas nosotras.
-
¿Eres valiente
como una guerrera? –dije con un brillo en los ojos- ¿Nuevo por qué?
-
¡Por supuesto que
soy una guerrera decidida y valerosa! –añadió mi madre riéndose- Estas son las
primeras elecciones de España en las que pueden votar las mujeres.
-
¿Antes no podíais?
–pregunté, curiosa.
Negó con la cabeza y me hizo
una señal para que aguardara un instante, pues estábamos ya frente a la mesa
electoral. Observé aquella escena con atención. El hombre responsable de la
urna le exigió su identificación y, acto seguido, mi madre pudo introducir la
papeleta por la rendija de aquella caja rectangular. Le temblaban las manos y
tardó unos segundos en depositarla. Una vez lo hubo conseguido, una lágrima
brotó de sus ojos y recorrió su rostro completo.
-
¿Por qué lloras?
–pregunté, confundida por el llanto que se había desatado en mi madre- ¿Estás
triste?
-
¡Claro que no!
¡Soy muy feliz! –rio mientras se secaba los párpados con un pañuelo- Lo que
pasa es que este es un día muy importante para mí. Para mí y para ti. En fin, para
todas las mujeres. Aunque este solo sea un pequeño paso, significa el inicio de
la revolución feminista. Ya no seré mujer, ni ellos serán hombres, porque nos
convertiremos en seres igualitarios. Este es el comienzo de algo grande, un
proceso que ya ha detonado y jamás cesara de expandirse.
Miré fijamente sus ojos desafiantes. En aquel
momento estuve convencida de que su discurso utópico se haría realidad algún
día. Al fin y al cabo, sus palabras escondían un atisbo de verdad. En lo que
respecta al hecho de que aquellas elecciones marcaron un antes y un después en
el devenir del género femenino, era completamente cierto, porque la semilla de
aquella mujer revolucionaria con capacidad de decisión en asuntos públicos ya
había sido plantada y, por tanto, aquel ideal seguiría creciendo
irremediablemente. Por el contrario, en su convencida predicción de que la
valía de las mujeres se extendería a partir de entonces de forma imparable,
fracasó estrepitosamente. Un día, no muchos años después, frente a un pelotón
de fusilamiento, anhelaría aquella esperanza de futuro que jamás se cumpliría
tal y como ella había predicho.
A primera vista, los hombres
intolerantes habían silenciado la voz de la mujer insumisa. No obstante, el eco
de aquel grito de revolución quedaría suspendido en el aire. Al fin y al cabo,
mi optimismo me impide aceptar que esta represiva y mísera posguerra durará
eternamente. Sé que resurgirá más fiera que nunca la mujer guerrera, cuyo lema
será el mismo que guió a mi madre, una señora de carácter férreo a la par que
dulce, durante su efímera vida: no quiero ser mujer objeto, pero tampoco hombre
sujeto, sino que solamente deseo ser humana. Hoy, como mi ejemplo a seguir, pediría
a todas las mujeres que fuesen revolucionarias, decididas, incontrolables,
extrovertidas, luchadoras, soñadoras e inconformistas. Mamá, en este mundo
absurdo y sexista lo más fácil sería ser espectadora, mas yo, al igual que tú,
prefiero ser protagonista.
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