Oxford, 1938.
La noche sumerge en una interminable oscuridad a la ciudad inglesa de Oxford. La tenue luz eléctrica de las farolas alumbra lo suficiente para avistar una completa ausencia de viandantes en aquella zona.
Muy lejos, se oyen unos pasos que, conforme transcurren los minutos, son más estridentes. Junto a su lienzo, una joven pintora, de cabello negro como la fría noche y ojos verde esmeralda, se dispone en aquella avenida vacía de colores, almas y sonidos.
Permanece allí durante horas, en un completo silencio, y dirigiendo la mirada hacia un cielo ausente el cual arde en deseos de que la luz se haga.
Amanece y el horizonte se cubre de una gris neblina. La muchacha continúa en la misma posición, quieta y con los labios sellados.
De repente, un haz de luz traspasa un firmamento encapotado de nubes. Irremediablemente, la avenida se ilumina y comienza el matutino alboroto a causa del tránsito de cientos de ciudadanos.
Haciendo uso de su lápiz de grafito, la mujer se inicia en su obra. Una obra que reflejará la situación del momento y la de años venideros. Una obra que nunca verá la luz debido al negror de sucesos futuros, sucesos horribles a raíz de un tremendo fracaso humano. Una obra que presenciará el sufrimiento y las injusticias de un nefasto porvenir, y que será iniciada y finalizada en ese mismo lugar. Al frente, el Puente de los Suspiros de Oxford, fuente de inspiración de múltiples artistas callejeros.
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