La joven había sido atizada con gran potencia y la inconsciencia se apoderó de ella. No pudo estar presente cuando aquel misterioso desconocido la transportó hasta su deteriorada furgoneta. No cayó en la cuenta de que recorrió muchos kilómetros, traspasando fronteras. No pudo presenciar cómo, tras interminables horas de viaje, llegaba a un país en el cual la situación era tan nefasta como en su Alemania natal.
El sueño tergiversó su realidad. Imaginó seres monstruosos, hadas de cuentos, lagos tan profundos como la garganta de aquel gallo que siempre cacarea al amanecer. Como si de una pintura surrealista del gran Dalí se tratase, perfiló formas inimaginables, situaciones confusas. La vida es sueño, dijo Calderón de la Barca, y ella todavía no sabía si aquello que rondaba por su mente era un mundo real invadido por la locura y el sinsentido o nada más que un sueño despierto.
Se hizo la luz al fondo del túnel. No sabía si aquello significaba su súbita muerte o el destello de un futuro esperanzador. Sin pensarlo dos veces y arriesgándose a perder, corrió hacia ese atisbo de calidez rodeado de un frío negror. Alargó la mano y rozó aquella silueta de tacto ardiente semejante al propio fuego. De esta forma, volvió en sí y pudo observar el destello de la sonrisa de su querido español. Aquellas ojeras perfiladas por el conflicto bélico que tan bien describía en sus epístolas habían sido sustituidos por juventud y luminosidad. Era tan hermoso...
Se perfiló en ella una sonrisa bobalicona. Aquel sueño era tan maravilloso que no quería despertar, en el caso de que aquello fuera fruto de su mente. Era demasiado perfecto para ser cierto. Tal vez la imaginación le gastara una broma pesada o, quizás, el abstracto de la vida le proporcionara una nueva oportunidad para ser feliz. Al fin y al cabo, ¿cómo podemos distinguir entre fantasía y realidad si nuestro mundo peca de surrealismo?
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