Alemania, 1939.
La Noche de los Cristales Rotos supuso el fin de la libertad de Sahmuel. Los nazis se lo llevaron allá donde el sol no nace, allá donde no existe la vida. Junto a muchos otros, fue introducido en el vagón de una locomotora en la cual el espacio para respirar era prácticamente nulo.
Tras un trayecto interminable durante el cual Sahmuel observó el paisaje a través de una ventana recubierta de alambre de espino, llegaron a un recinto repleto de niños y adultos de etnia judía, con pelo rapado y mirada vacía. Parecían trabajar sin descanso y Sahmuel pudo imaginar que su futuro también sería ese.
Abrieron la puerta del compartimento y soldados que empuñaban un arma obligaron agresivamente a los viajantes a bajar del tren y cubrirse por unos ropajes blancos y negros que ellos mismos les ofrecían.
Sahmuel miró al cielo. Nevaba. Era un tanto extraño, estaban en pleno verano y la altitud allí no era demasiado alta. Así llegó a la conclusión que lo que caía no era vapor de agua solidificado. Aquello procedía del humo que emanaba de una chimenea gigante. ¿Qué quemarían? ¿Leña para crear calor? ¿Tal vez carbón? ¿Vestimentas inservibles?
Un dirigente con una esvástica en el brazo dirigió a Sahmuel a aquella chimenea. El judío le preguntó qué trabajo le encomendarían allí y el nacionalsocialista le respondió con una risotada burlesca. Fue ahí cuando el muchacho cayó en la cuenta que no estaba allí para cobrar un empleo.
Uno de los jóvenes que picaban piedra forzadamente se acercó a Sahmuel quien se encontraba perplejo.
- Bienvenido a Auschwitz - dijo con una sonrisa apagada.
No quería ser recibido allí, deseaba escapar. Fue difícil pero logró evitar todos los sistemas de seguridad. Una vez fuera del campo de concentración observó como aquel judío que le había informado sobre el lugar en el que se encontraba, se internaba en la alta torre. El humo se hizo todavía más negro. Sahmuel había conseguido burlar su muerte, pero no por mucho tiempo.
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