Sahmuel había sido testigo de toda aquella masacre. Ocultado tras una sombría esquina, observó cada uno de los movimientos de los fascistas. Impotencia. No sabía qué hacer: ¿aparecer triunfalmente y ser acribillado en el acto? Era una locura, y había disfrutado tan poco de una vida que durante aquellos instantes se desmoronaba...
Vio, reproducido en su cerebro a cámara lenta, vidrios atravesados por una bala metálica que provocaron un tremendo estruendo, al mismo tiempo que su corazón se hacía añicos. Órgano sensible, hasta el punto de ser tan frágil como el transparente cristal. Ojalá él fuera transparente y, heroico, pudiera hacer frente a aquellos dirigentes nazis sin ser reconocido.
Todavía quería vivir y, cobarde, continuó en su escondrijo. Sangre derramada, su propia sangre. Era tan duro tener que presenciar aquella nefasta escena. Sin embargo, en ese instante maduró. Ser consciente de que la muerte acecha en cualquier momento, hasta al más débil, le hizo crecer como persona. Hoy habían sido sus padres, pero quizás, mañana, el señor de la calavera podría rondar su alféizar. Lo que Sahmuel no sabía es que aquella visita no se aplazaría mucho más tiempo. Unos años más tarde, su vida asistiría a su desenlace, poniendo un punto y final a tan efímera y mísera existencia.
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