No todos podemos ser como la Sibila de Cumas que pidió a Apolo vivir tantos años como granos de arena le cupieran en la palma de la mano. Excepto para esta pitonisa la cual olvidó desear la juventud infinita, el tiempo es limitado. Contable, efímero y, a veces, desperdiciado.
Tiempo que gastar y sin saber en qué. Tiempo que perder contigo, a tu lado, abrazándonos. Tiempo malgastado, tiempo de quejas y pocas acciones. Tiempo que ganar, al que plantar cara y mostrar que, por momentos, somos inmortales. Tiempo que se reduce a una colilla intentándose consumir. Tiempo para mí, para ti, para nosotros. Tiempo que hace acto de presencia a través del aliento que, en invierno, sale de tu boca, en forma de risas, de cuentos e historias. Tiempo que medir y contar y, que no espera tu descuido, sino que transcurre sin más.
Tiempo para soñar, para llorar, para sentir, para enloquecer, para reflexionar. Tiempo que, al cambiar el tempo, se escapa a nuestro compás.
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