Acabo de escribir sobre mi musa y la sustancia que la embriaga. Acabo de escribir palabras de anhelo, fuerza, positivismo que, por momentos, se han visto diluidas.
Aun sin ser consciente de la pésima recibida, me tumbo en la cama. Esto no debería haber ocurrido tan pronto. Sí, estaba preparado, dejé constancia de ello por escrito; no obstante, no estaba lo suficiente para que ocurriera ahora. Mis peores presagios han surgido, mis ilusiones más preciadas volatilizadas.
Me la imagino, a ella y a su delirio. De pie, con el abrigo y bolsas de la compra, las persianas bajadas y diciendo qué es de noche, presa del pánico que produce el olvidar y no entender por qué. Se me parte el corazón solo de imaginarlo. Y aún más si intento convencer a mi aturullado cerebro de que ni siquiera ha reconocido a su propia hija.
Por ahí dicen que no volverá a ser, otros que existe una ligera posibilidad de que su cabeza no haya vaciado todos y cada uno de sus pensamientos. Yo, paralizado por el miedo y la angustia del conocer por fin lo que la realidad nos brinda, intento consolarme. Consolarme a la vez que me convenzo que antes o después esto ocurriría, que es ley de vida y ya lo debería tener asumido.
Ahora, en estos instantes de decadencia emocional, me doy cuenta que tal vez no tendré portentosos músculos, pero soy una persona fuerte y decidida a resurgir con una sonrisa, a pesar de que hacerlo produzca en mí un dolor insoportable.
Quizás la próxima vez que la visite no se acuerde de mí, de su adorado nieto, pero no por ello tenemos que afirmar que todo este río de olvido ha llegado a su desembocadura. Tal vez mi madre y el resto de mi familia piensen así, que esto significa un punto y final. Seamos objetivos, no volveremos a aquellos felices años de risas y desenfado, no obstante, esto solo nos obliga a detenernos un instante y luego a continuar, aunque en la travesía ya no nos acompañe su cordura. En conclusión, no hay punto y final, solo punto y aparte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario